...En 1628 Rubens
llega a Madrid para realizar gestiones diplomáticas y aprovechó para pintar
unos retratos de la familia real. También estudió la colección real de pintura,
permaneciendo en la ciudad casi un año, durante el cual, Velázquez lo acompañó
al monasterio de El Escorial. Debió ser una gran experiencia para él conocer a
este gran pintor que se encontraba en su apogeo creativo y seguramente le ayudó
a comprender qué precisaba para completar su formación.
Después de la
marcha de Rubens y seguramente influido por él, Velázquez solicitó licencia al
rey para viajar a Italia a completar sus estudios. El 22 de julio de 1629 le
conceden dos años de salario con lo que inicia los preparativos para el viaje,
llevando un criado y unas cartas de recomendación para las autoridades de los
lugares que quería visitar.
Este primer viaje a
Italia representó un cambio decisivo en su pintura, su estilo se transformó
radicalmente. Desde el siglo anterior los artistas de toda Europa solían viajar
a ese país, por ser el lugar en el que se concentraban los estilos pictóricos
mas admirados, además Velázquez era el pintor del rey de España y por ello se
le abrieron todas las puertas pudiendo contemplar obras que solo estaban al
alcance de los más privilegiados.
Partió del Puerto
de Barcelona en la nave de Ambrosio de Spinola, un general genovés al servicio
del rey español que volvía a su tierra, al que posteriormente citaremos ya que
es el personaje central del cuadro de las Lanzas. Una vez en Italia se dirigió
a Venecia donde el embajador español le gestionó visitas a las principales
colecciones artísticas de los distintos palacios, copiando obras de distintos
artistas, principalmente de Tintoretto. Como la situación política era
delicada, en Venecia permaneció poco tiempo y partió hacia Ferrara.
Después estuvo en
Cento interesado en conocer la obra de Guercino, que pintaba sus cuadros con
una iluminación muy blanca, sus figuras religiosas eran tratadas como
personajes corrientes y era un gran paisajista. La obra de este pintor fue la
que más ayudó a Velázquez a encontrar su estilo personal.
En Roma el cardenal
Francesco Barberini le facilitó la entrada a las estancias vaticanas, en las
que dedicó muchos días a la copia de los frescos de Miguel Ángel y de Rafael.
Después se trasladó a Villa Médicis en las afueras de Roma, donde copió su
colección de escultura clásica y realizó paisajes al natural. Una obra maestra
de la historia del paisaje occidental es la Vista del jardín de la Villa
Médicis, (1630) en la que Velázquez plasmó su idea del paisaje. Se cree
que fue realizada para inmortalizar un momento concreto y una circunstancia
atmosférica determinada, como la tarde.
Esta obra
representa un rincón del jardín de la Villa Médicis, en el que dos hombres
conversan delante de una combinación de un arco de medio punto flanqueado por
dos vanos adintelados. Está cerrada por tablones de madera junto a un busto del
dios Hermes que en la Antigüedad marcaba los cruces de caminos. Sobre la
arquitectura un personaje tiende una sábana, y a la derecha de la composición,
puede distinguirse en un nicho los perfiles de una de las esculturas que forman
la magnífica colección artística de la villa.
Aunque es muy poco
lo que se sabe de esta obra, su belleza y calidad la sitúa como una de las
grandes obras maestras y uno de los pocos ejemplos anteriores al siglo XIX de
paisaje pintado del natural.
Esta otra
vista del Jardín (1630) está considerada junto con la anterior, una
obra maestra de la historia del paisaje. En este caso quería inmortalizar el
momento del mediodía, esta obra representa un rincón del jardín de la Villa
Médicis. En este lienzo, dos hombres conversan en primer plano mientras un
tercero se asoma al paisaje a través de un espacio abierto entre columnas, una
serliana abierta, todo ello presidido por una escultura de Ariadna dormida que
vemos en el centro. Aunque es muy poco lo que se sabe de esta obra, su belleza
y calidad la sitúa como una de las grandes obras maestras que guarda el Museo
del Prado y uno de los pocos ejemplos anteriores al siglo XIX de paisaje
directo tomado del natural al igual que la obra anterior.
Durante su estancia
no sólo estudió a los maestros antiguos ya que en aquel momento se encontraban
en Roma los grandes pintores del barroco. No hay testimonio directo de que
Velázquez contactase con ellos, pero existen importantes indicios de que
conoció de primera mano las novedades del mundo artístico romano.
La asimilación del
arte italiano en el estilo de Velázquez se comprueba en los lienzos de ese
periodo, cómo la fragua de Vulcano, pintado hacia 1630. El tema
elegido está inspirado en las Metamorfosis de Ovidio, Apolo se acerca a la
fragua de Vulcano para contarle la infidelidad de su esposa, Venus, con Marte.
Al escuchar la noticia toda la fragua se queda petrificada, plasmando
magistralmente esta sensación nuestro pintor.
Destacan en esta
obra las referencias a la estatuaria grecorromana en el tratamiento de los
desnudos y al barroco clasicista italiano, como podemos ver en las anatomías de
los ayudantes de Vulcano, situados en diferentes posturas para demostrar el
dominio de las figuras. También se advierte el interés mostrado por conseguir
el efecto espacial, recurriendo a disponer figuras en diferentes planos,
ocupando todo el espacio. La luz también ha experimentado un sensible cambio,
al modelar con ella las formas de los cuerpos, que revelan la estructura de los
huesos y músculos bajo la piel. Sin duda, se advierte que estamos ante una
nueva fase de su estilo.
Comparándola con la
otra obra mitológica que hemos visto antes “El triunfo de Baco”, vemos un
proceso evolutivo, como resultado de conocer de primera mano las obras de los
grandes pintores italianos de siglos precedentes. Así la composición es más
dinámica, ya que frente a los dos planos de la obra anterior, en ésta, las
figuras se mueven en varios ejes direccionales. Además se ha ganado en
profundidad, al colocar al herrero del último plano al lado de la puerta del
fondo. Pero sobre todo, los focos de luz se han hecho más complejos, por
influencia de la pintura veneciana, por lo que aparecen varios focos distintos
que generan diferentes sombras y también los rostros de las figuras están
dotados de una mayor intensidad expresiva.
El fragmento más
académico de la composición es el herrero que está de espaldas, que recuerda
las estatuas de los héroes clásicos. Otro que parece lleno de vida es el obrero
que se inclina sobre la coraza, pero el más expresivo de todos es el que
aparece entre estos dos, desgarbado, con gesto de increíble sorpresa,
boquiabierto, muy desfigurado y que se acerca con gran realismo al oír los
hechos.
Es una composición
algo terrosa, con predominio de los tonos ocres como debe corresponder a la
vida del dios de las profundidades, el viejo y deforme Vulcano, que se ve
animada por las pinceladas de azul del cielo que asoma por la puerta, por el
jarro de cerámica blanca azulada de la chimenea, digno del mejor bodegón
holandés y la cinta de las sandalias de Apolo.
Todos los objetos y
herramientas están trazados con la minuciosidad de un pintor realista que puede
competir con los mejores pintores flamencos. Destacan las calidades de la
armadura del primer plano, el jarro blanco de la chimenea, los yunques, etc.
En esta obra,
Velázquez nos ofrece un estudio anatómico meticuloso, como ya hemos comentado,
además de realizar un análisis profundo de la situación de las figuras en el
espacio bajo la influencia de una luz determinada. Esta procede de la
izquierda, como en muchas de sus obras, pero en esta ocasión se puede comprobar
el especial tratamiento del modelado, ya que en la variedad de los cuerpos se
reflejan incidencias diferentes.
Apolo, de perfil,
enmarca el centro de la composición, como si abriera un paréntesis que cierra
el personaje que muestra su perfil izquierdo, la figura de la derecha, en escorzo,
completa la composición. la figura del fondo, pintada con menos definición,
recrea el plano del fondo en un esplendido tratamiento atmosférico de luz.
Vulcano, en el centro y de frente, adquiere protagonismo pese a que la figura
que está de espaldas tiene una mayor iluminación. Destacan también los
brillantes tonos anaranjados del fuego de la fragua y del manto del dios del
Sol.
Velázquez permanece
en Roma hasta el otoño de 1630 y antes de regresar a Madrid pasó por Nápoles a
principios de 1631. Allí conoció a José de Ribera, que se encontraba en su
plenitud artística. Concluido su primer viaje a Italia, había alcanzado una
técnica muy perfecta, con 32 años inició su periodo de madurez. En Italia había
completado su proceso formativo estudiando las obras maestras del renacimiento
y su formación era la más completa que un pintor español había recibido hasta
la fecha.
A su vuelta a
Madrid, realiza el encargo del convento de las Bernardas Recoletas del
Santísimo Sacramento, de pintar un Crucificado, (1631) este nos
muestra a Cristo suplicante dirigiendo su mirada al cielo durante su agonía en
la Cruz. Clavado con cuatro clavos apoya los pies en un supedáneo, porta la
Corona de espinas y se cubre con el paño de pureza. Sobre su cabeza vemos la
cita bíblica “Este es Jesús Nazareno, rey de los judíos” escrita en latín,
hebreo y griego. A los pies de la Cruz yace la calavera de Adán y al fondo, un
oscuro valle con árboles, diversos edificios y una tenebrosa línea del
horizonte.
Otro de lo Crucificados
nos lorepresenta un Cristo inerte y sereno, (1632) perfecto en sus proporciones
y clavado también con cuatro clavos, según aconseja el maestro Francisco
Pacheco. Al apoyar los pies en un supedáneo y eliminarse cualquier referencia
espacial, se acentúa la sensación de soledad, silencio y reposo, frente a la
idea del tormento de la Pasión.
El cuadro procede
de la sacristía del convento madrileño de monjas benedictinas de la Encarnación
de San Plácido y La leyenda dice que fue pintado a instancias de Felipe IV para
expiar su enamoramiento de una joven religiosa.
A partir de este
año de 1631 vuelve a su principal tarea como pintor de retratos reales en un
periodo de amplia producción, participando en los dos grandes proyectos
decorativos del momento, el nuevo Palacio del Buen Retiro y la Torre de la
Parada, que era un pabellón de caza del rey.
Concebido el
Palacio del Buen Retiro como una gran exaltación de la monarquía española y de
su soberano, Velázquez realizó una serie de cinco retratos ecuestres de Felipe
III, éste que vemos con una marina como fondo (1634-1635) y vestido con
la riqueza propia de su condición, destacando la famosa perla “Peregrina” en su
sombrero y la gran gorguera que sería prohibida por la pragmática antisuntuaria
dada por su hijo. Recordemos que esta perla fue requisada por José Bonaparte y
posteriormente vendida por problemas económicos, pasando por múltiples manos
hasta que al final terminó por comprarla Richard Burton para regalársela a
Elizabeth Taylor. El paisaje que vemos al fondo, hace alusión al viaje del Rey
a Portugal en 1619. La posición del caballo en corveta y el bastón de mando que
el Monarca sostiene con su mano derecha, sirven para subrayar la imagen de
poder y majestad.
También realiza con
sumo esmero el retrato ecuestre del Rey Felipe IV, (1634-1635)
prueba del cuidado que el artista puso en la elaboración del retrato son las
correcciones que podemos observar en la cabeza, busto y pierna del Rey y más
evidentes en las patas traseras y la cola del caballo. Con este cuadro,
Velázquez trata de transmitir el rigor con el que el rey toma las riendas del
Estado al pintarlo armado como general y dominando el ímpetu de su caballo, su
postura erguida y su gesto firme contribuyen a aumentar la sensación de
majestad.
Otro de los cuadros
realizado para este Palacio es el retrato ecuestre de la reina Margarita
de Austria, esposa de Felipe III (1634-1635). La Reina viste con
la riqueza propia de su condición, con basquiña negra bordada con coronas y
adornos de plata, gorguera de gasa, tocado de plumas y perlas y el joyel sobre
el pecho, formado por el diamante “el Estanque” y la perla “Peregrina”. En el
fondo puede distinguirse un jardín con parterres de boj a la izquierda.
Este lienzo fue
colgado en uno de los lados menores del Salón de Reinos del Palacio del Buen
Retiro. Otro de los retratos que realiza es el de doña Isabel de
Borbón, esposa de Felipe IV, (1634-1635) ricamente vestida con
gorguera, saya noguerada bordada en oro con resaltes y jubón blanco bordado con
estrellas de plata.
Especialmente importantes son la cabeza del caballo, extremadamente elegante y realista y la de la Reina, muy expresiva, ejemplos del mejor arte de Velázquez. Su técnica, rápida y decidida, contrasta con la minuciosidad del vestido y de la gualdrapa del caballo. Este lienzo fue pintado para formar pareja con el de Felipe IV a caballo, que hemos visto anteriormente.
De esta serie nos
queda el del príncipe heredero Baltasar Carlos, (1634-1635) de
toda esta serie de retratos a caballo, éste está considerado como uno de los
más destacados. Representa al joven príncipe montado en su jaca ante un paisaje
de la sierra de Guadarrama, representado desde un punto de vista bajo,
mostrando un fuerte escorzo de la montura ya que la obra se había previsto que
iba a ser vista desde abajo, al estar pensada su ubicación sobre una de las
puertas del “Salón de Reinos” del Palacio del Buen Retiro, en medio de los de
sus padres, Felipe IV e Isabel de Borbón. Por este motivo Velázquez pintó al
caballo con el vientre redondeado, para acentuar el efecto plástico de pleno
volumen al ser contemplado desde el suelo. Por eso cuando vemos este cuadro a
nuestra altura, ya sea en fotografía o en el propio museo el resultado es la
deformidad del caballo.
El cuadro es
plenamente barroco, por el énfasis en el movimiento del caballo que parece
querer salirse del cuadro, con las patas delanteras erguidas y el movimiento en
cola y crines que se continúa en las bandas que viste el príncipe. En cuanto al
paisaje, responde al tipo que Velázquez conoce a la perfección, que es el de la
sierra madrileña y aquí lo marca en tres bandas diagonales más oscuras
separadas por dos claras, invitando así a penetrar en el lienzo hasta el fondo,
creando una línea de fuerza opuesta a la de la dirección del caballo, lo que genera
una contraposición típicamente barroca.
El cielo es uno de
los sellos de identidad del artista, vaporoso, lleno de nubes traslúcidas que
lo dejan entrever. La atención principal del pintor se centra en el rostro del
niño al que conoce bien ya que lo lleva pintando toda su vida. Cubre su cabeza
con un sombrero negro que contrasta con su pelo y color de piel. Estamos ante
una obra perteneciente a la madurez artística del pintor, en la que su manera
de pintar se vuelve cada vez más vaporosa y profunda.
Continuará...
Continuará...
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