Así, María se
coloca en el centro, Cristo a la izquierda, Dios Padre a la derecha y el
Espíritu Santo entre ambos, formando la Trinidad. La novedad vendría por el
aire de naturalidad que ha insuflado Velázquez a las tres sagradas cabezas y
por la adecuación de la técnica a cada una de las partes del lienzo, más espesa
en los paños y más suelta en las cabezas y en las manos.
La composición se
inscribe en un triángulo, figura muy empleada en el Barroco italiano que
posiblemente utilizara el maestro para no diferenciarse en exceso de las
restantes obras con las que compartiría espacio. Los tonos empleados son los
azules, violetas y carmines sin emplear los rojos tradicionales. Sigue los
consejos que su suegro deja escritos en el libro El Arte de la Pintura, pese a
que en estos momentos Velázquez es ya un pintor consagrado y está muy lejos del
alumno que en su momento fue. Hay que hacer una especial alusión a los
angelitos pintados por Velázquez, que no tienen nada que envidiar a los que han
hecho tan famoso a Murillo.
Para este Palacio
del Buen Retiro además de esta serie que hemos comentado, se encargó también
otra serie de lienzos de batallas, para mostrar con ello el triunfo de la
monarquía. Uno de ellos es la Rendición de Breda, obra cumbre del
Barroco en la pintura (1634-1635).
La obra, con clara
finalidad de propaganda política, nos muestra el acto de clemencia de la
monarquía. A diferencia de otros cuadros de historia contemporánea, Velázquez
no se recrea en la victoria, la batalla tan solo está presente en el fondo
humeante. El pintor centra la atención en el primer plano en el que se
desarrolla no tanto el final de la guerra sino el principio de la paz.
Ambrosio Spínola, general genovés al mando de los tercios de Flandes, recibe del gobernador holandés Justino de Nassau, las llaves de la ciudad de Breda rendida tras un largo asedio. El hecho, acaecido el 5 de junio de 1625, se consideró en su momento un episodio clave de la larga guerra que mantuvieron los españoles para evitar la independencia holandesa. Velázquez que conocía muy bien el rostro del general Ambrosio Spínola, pues había realizado con él su primer viaje a Italia, quizás le oyese personalmente comentar el famoso hecho de armas sucedido en 1625.
Los personajes que acompañan la escena son algo más que comparsas, pues tanto el grupo de los españoles como el de los holandeses se hallan rigurosamente individualizados, apareciendo como retratos y fácilmente reconocibles, entre los que podemos ver al propio Velázquez, en el extremo derecho tras el caballo como vimos al principio.
Ambrosio Spínola, general genovés al mando de los tercios de Flandes, recibe del gobernador holandés Justino de Nassau, las llaves de la ciudad de Breda rendida tras un largo asedio. El hecho, acaecido el 5 de junio de 1625, se consideró en su momento un episodio clave de la larga guerra que mantuvieron los españoles para evitar la independencia holandesa. Velázquez que conocía muy bien el rostro del general Ambrosio Spínola, pues había realizado con él su primer viaje a Italia, quizás le oyese personalmente comentar el famoso hecho de armas sucedido en 1625.
Los personajes que acompañan la escena son algo más que comparsas, pues tanto el grupo de los españoles como el de los holandeses se hallan rigurosamente individualizados, apareciendo como retratos y fácilmente reconocibles, entre los que podemos ver al propio Velázquez, en el extremo derecho tras el caballo como vimos al principio.
El cuadro es una
excelente muestra de todo un repertorio de recursos que Velázquez dominaba,
habilidad para introducir la atmósfera, la luz, el paisaje, el retrato y un
conocimiento profundo de la perspectiva aérea. Se trata de una obra de una
gran madurez técnica.
Sobre la marcha
Velázquez fue modificando la composición varias veces, borraba lo que no le
gustaba con ligeras superposiciones de color, las radiografías permiten
distinguir la superposición de muchas modificaciones, una de las más
significativas son las lanzas de los soldados españoles, elemento capital de la
composición, que fueron añadidas en una fase posterior.
Como buen barroco,
Velázquez busca la participación del espectador, para lo que coloca una serie
de personajes de espaldas, situados en la misma posición del espectador, y a una
serie de personajes que nos miran directamente, buscando nuestra participación.
La década de 1630
fue la de mayor producción, casi un tercio de su catálogo pertenece a ese
periodo, en ella pinta además el Retrato ecuestre de Gaspar de
Guzmán, (1636) en el que el valido de Felipe IV se muestra con media
armadura, sombrero, banda y en la mano sostiene un bastón de mariscal con el
que marca la dirección de la batalla, remarcando así su condición de jefe de
los ejércitos españoles. Al fondo de un amplio paisaje, la humareda alude a una
batalla. Se trata de un retrato eminentemente propagandístico, Olivares está
representado a caballo en posición de corveta, posición reservada
tradicionalmente a los más poderosos, es más, retratarle montando a caballo es
símbolo que evidencia el poder y el mando que ostentaba, ya que era un honor
reservado generalmente a los monarcas de su tiempo.
La agitación del
caballo contrasta con la figura que vuelve su arrogante mirada hacia el
espectador. El cuadro tenía como destino el Salón de Reinos del palacio del
Buen Retiro, en el que había escenas de batallas y retratos ecuestres de la
realeza. El conde duque mira al espectador, asegurándose de que sea testigo de
su hazaña. El caballo realiza una cabriola ante un precipicio y mira hacia el
campo de batalla. El noble viste un sombrero de ala ancha emplumado y la banda
del estado,
Este otro de la
misma época y actualmente se encuentra en Nueva York, cambia el color del
caballo y en ambos el rico cromatismo y el tratamiento de la luz otorgan a la
escena una gran vitalidad. La batalla en sí está tratada con pequeñas manchas.
Las colinas se difuminan proporcionando sensación de lejanía.
Otro de los
personajes que retrata en esta década es al maestro Martínez
Montañés, (1635-1636) se trata de uno de los mejores y más delicados
retratos velazqueños, realizado con motivo del viaje del escultor a Madrid
entre junio de 1635 y enero de 1636 para realizar el modelo de la cabeza de
Felipe IV, cabeza que podemos ver a la derecha y que sirvió para que en la estatua ecuestre que se le iba a realizar en Florencia, se plasmara la cara del monarca, ya que el escultor italiano desconocía su fisonomía. Velázquez ha detenido el tiempo
y muestra al escultor en el momento de la meditación previa a la ejecución,
captando la personalidad del retratado a través de su penetrante mirada. El
fondo neutro y el traje negro sirven para que detengamos la atención en el
rostro, la zona de la derecha, inconclusa, es una excelente muestra para
apreciar por qué Velázquez no realizaba dibujos preparatorios sino que pintaba
directamente sobre el lienzo.
La relación de
Velázquez con Montañés venía de antiguo, se sabe que Pacheco policromó algunas
de las mejores esculturas de Juan Martínez Montañés, como por ejemplo la del
Cristo de la Clemencia que todos conocemos.
Cuando Velázquez
pintó este retrato tenía alrededor de 36 años, mientras que el escultor era ya
un hombre maduro de 67 años. Velázquez eligió el momento en que el escultor
está modelando con su buril el busto del rey. Toda la luz y el interés de una
primera apreciación recaen sobre el rostro y la mano que moldea, una mano con
movimiento, con vida. Toda la obra está realizada con sumo cuidado, con soltura
y fluidez, tal y como nuestro pintor acostumbraba a hacer en todos sus
retratos.
En 1633 se casa la
hija de nuestro artista, Francisca, con el también pintor Juan Bautista
Martínez del Mazo. Al que un año después, le cedería su puesto de ujier de
cámara, para asegurar el futuro económico de su hija, pasando a ocupar
Velázquez el puesto de Ayuda de Cámara, que suponía los favores reales, dado
que era una de las personas más próximas al monarca.
Un oficio que solía
tener cierta importancia en la Corte, era el de bufón, requerido tanto por el
público como por los gobernantes, Podemos remontarnos a la Grecia clásica para
encontrar antecedentes de estos grotescos personajes haciendo de las suyas.
Aunque el personaje del bufón parece más un producto de la Edad Media y
comienzos de la Edad Moderna, está claro que su presencia ha llegado hasta
nuestros días.
Aquellos bufones
eran seres con taras físicas que los poderosos usaban para distraer a sus
súbditos o para decir a través de sus palabras cosas que ellos no debían decir.
Buen ejemplo de este tipo de personajes es el Retrato del bufón
llamado “don Juan de Austria”, (1633)
documentado en la corte del rey Felipe IV. De nombre desconocido, el personaje adoptó el del hijo natural del emperador Carlos V. Le vemos vistiendo el disfraz de general que le fue regalado en consonancia con su apelativo y por el cual se le conocía en Palacio, al fondo vemos una escena de batalla naval, en alusión a la batalla de Lepanto en la que derrotó a los turcos Don Juan de Austria. Este tipo de pinturas le servían como base de experimentación de nuevas técnicas para luego llevarlas a otras en las que estaban relacionados los personajes nobles de la corte y de la familia real.
documentado en la corte del rey Felipe IV. De nombre desconocido, el personaje adoptó el del hijo natural del emperador Carlos V. Le vemos vistiendo el disfraz de general que le fue regalado en consonancia con su apelativo y por el cual se le conocía en Palacio, al fondo vemos una escena de batalla naval, en alusión a la batalla de Lepanto en la que derrotó a los turcos Don Juan de Austria. Este tipo de pinturas le servían como base de experimentación de nuevas técnicas para luego llevarlas a otras en las que estaban relacionados los personajes nobles de la corte y de la familia real.
Este cuadro fue,
probablemente, pareja de el bufón “Barbarroja”, don Cristóbal de
Castañeda y Pernia, que vemos a la derecha (1636).
Personaje conocido
por su fuerte carácter, el lienzo lo presenta como un hombre de aspecto
arrogante y un tanto grotesco, con la espada en una mano y en la otra llevando
la vaina. Viste y calza de rojo, «a la turca», con camisa y cuello blanco de
encajes, y se cubre con una especie de bonete o turbante también rojo ribeteado
de blanco. Al hombro lleva una capa de color gris muy perfilada. El vivo color
del vestido, destaca aún más por recortarse su figura sobre un fondo marrón
oscuro aplicado de forma muy irregular. El protagonista del lienzo, fue un
bufón que hacía reír con sus burlas, sus servicios a la corte están
documentados de 1633 a 1649, y su sobrenombre parece debido a su
caracterización en la corte, donde según el embajador de la Toscana ocupaba el
primer puesto entre los bufones, era también matador de toros y desempeñó
labores de emisario al servicio del cardenal-infante Fernando de Austria. Su
especialidad pudieron ser los dichos cortantes y graciosos, uno de los cuales
le costó el destierro a Sevilla en 1634, cuando al preguntarle el rey si había
olivas en los pinares de Valsaín, Castañeda replicó: «Señor, ni olivas ni
olivares», lo que el conde-duque interpretó como una alusión maliciosa hacia
él.
Este tipo de
cuadros estaban dedicados para decorar estancias secundarias y de paso en los
palacios reales. Hacia 1640 la producción bajó drásticamente y nunca se
recuperó, pues sus compromisos en la Corte fueron aumentando restándole tiempo
para la pintura, aunque ello no quiere decir que no siguiera pintando, como así
hizo con el resto de la serie de los bufones Calabacillas, Don
Diego de Acedo, Francisco Lezcano y Sebastián de
Morra.
Como decíamos
anteriormente, la presencia de enanos, bufones, bobos y otros seres deformes
que con sus taras físicas y mentales, sus golpes de ingenio y desgracias,
entretenían a la Corte y era habitual desde el siglo XVI. Frecuentemente eran
retratados para tener constancia de su apariencia, de modo que el retrato se
convierte en documento científico. Toda la serie muestra la capacidad de
Velázquez para captar la seriedad y la honda expresión de tristeza de estos
personajes, recalcando el sentimiento solidario del pintor ante el sufrimiento
ajeno.
En 1649 Velázquez
realiza un segundo viaje a Italia con el fin de adquirir para el rey pinturas y
esculturas antiguas. Este trabajo de gestión le absorbía mucho tiempo, visitó
varias ciudades buscando pinturas de maestros anteriores, seleccionando
esculturas antiguas para copiar y obteniendo los permisos para poder hacerlo.
De nuevo realiza un recorrido por los principales estados italianos, aunque en
dos etapas, la primera, le lleva hasta Venecia, donde adquiere obras de Veronés
y Tintoretto y la segunda, que llega hasta Roma, después de pasar por Nápoles,
donde se reencuentra con Ribera.
En Roma retrata al pontífice Inocencio X, (1650) y desencadena que otros miembros de la curia papal deseasen ser retratados por Velázquez. Este es el retrato más aclamado en vida del pintor y que sigue hoy día suscitando admiración, aupándolo a la cima de su fama y de su técnica. No era fácil que el Papa posase para un pintor, era un privilegio que muy pocos conseguían. Este retrato siempre ha sido muy admirado. Inspirando a pintores de todas las épocas.
En Roma retrata al pontífice Inocencio X, (1650) y desencadena que otros miembros de la curia papal deseasen ser retratados por Velázquez. Este es el retrato más aclamado en vida del pintor y que sigue hoy día suscitando admiración, aupándolo a la cima de su fama y de su técnica. No era fácil que el Papa posase para un pintor, era un privilegio que muy pocos conseguían. Este retrato siempre ha sido muy admirado. Inspirando a pintores de todas las épocas.
Una de las virtudes
de Velázquez es que era capaz de penetrar psicológicamente en el personaje,
para mostrarnos aquellos aspectos ocultos de su personalidad. Vemos como la
expresión del papa es tensa, con el ceño fruncido. Técnicamente, el retrato es
elogiado por su arriesgada gama de color, de rojo sobre rojo, sobre un
cortinaje rojo, resalta el sillón rojo y sobre éste el ropaje del papa. Esta
superposición de rojos no consigue ocultar la fuerza del rostro, Velázquez no
idealiza el cutis del papa dándole un tono nacarado, sino que lo representa
rojizo y con una barba descuidada, de acuerdo con la realidad. Dentro de la
evolución pictórica de Velázquez, podemos contemplar que su mano está mucho más
suelta a la hora de pintar que al comienzo de su carrera.
En esta etapa
realiza la Venus del Espejo, (1648), la modelo escogida pudo ser
la pintora Lavinia Triunfi, si bien también se cree que pudiera ser el retrato
de una amante de Velázquez que le dio un hijo ilegítimo. Este cuadro aporta al
género una nueva variante, la diosa se encuentra de espaldas y muestra su
rostro al espectador en un espejo.
Aparece recostada
en unas ricas sábanas de color gris sobre un lecho protegido por una cortina
carmesí, una mujer desnuda, de espaldas, se observa en un espejo absorta en la
contemplación de su propio rostro. El espejo es sostenido por un niño alado,
desnudo y apoyado en la misma cama. Los personajes son presumiblemente Venus,
diosa de la belleza, y su hijo Cupido, dios del amor. El espejo permite al
espectador vislumbrar el rostro de la diosa que en un principio estaba oculto.
La luz es cálida y
luminosa, predominan el blanco, el negro y el rojo, aunque en una
extraordinaria gama de matices, apreciamos también algún toque de ocre y el
rosa de la cinta. La gran mancha roja del cortinaje diferencia el fondo del
cuadro con el espacio en el que se desarrolla la acción y la sábana gris
destaca el cuerpo nacarado de la diosa.
La interpretación
del cuadro es compleja como corresponde al gusto barroco, así como a la manera
en que el propio Velázquez aborda la pintura mitológica, humanizando el mito.
En principio todo apunta a una escena de tocador de Venus, lo cual no es
frecuente ya que la diosa no solía ser representada en la intimidad. Pero
ciertos elementos nos extrañan, en primer lugar la naturalidad es tal que nos
parece contemplar no a una diosa, sino a una mujer que permanece ajena a la
intromisión del espectador. Probablemente la excusa del hecho mitológico fuera
para esquivar la severa censura que hasta ese momento impidió el desnudo en la
pintura.
De vuelta a Madrid
sus cargos administrativos le absorbieron cada vez más. Felipe IV lo nombró
Aposentador Real, cargo que le quitó gran cantidad de tiempo para la pintura. Con
este nombramiento, tenía la obligación de supervisar no sólo la decoración de
los palacios reales, sino también el hospedaje del monarca cuando se desplazaba
a otros lugares.
En 1653 realiza el retrato de Felipe IV en el que refleja la condición mas humana del Rey sin adornos cortesanos.
En 1653 realiza el retrato de Felipe IV en el que refleja la condición mas humana del Rey sin adornos cortesanos.
Y ya al final de su
vida pintó sus dos composiciones más grandes y complejas, sus obras
magistrales, el más celebrado y famoso de todos sus cuadros La familia de
Felipe IV o Las Meninas en 1656 y La fábula de Aracné que la realiza en 1658,
conocida popularmente como Las Hilanderas.
El cuadro de las
Meninas, (1656-1657) nombre que se le da en el siglo XIX, es la obra
mas importante de las realizadas.
En la composición,
el maestro nos presenta a once personas, todas ellas conocidas y documentadas,
excepto una. La escena está presidida por la infanta Margarita y a su lado se
sitúan las meninas María Agustina Sarmiento e Isabel de Velasco, a la izquierda
se encuentra Velázquez con sus pinceles y su paleta ante un enorme lienzo cuyo
bastidor podemos ver, a la derecha se hallan los enanos Maria Bárbola y Nicolás
Pertusato, este último jugando con un perro de compañía. Tras la infanta
observamos a dos personajes más de su corte, doña Marcela Ulloa camarera mayor
y responsable de la Infanta y un desconocido guardadamas, aunque estudios
recientes aseguran que se trata de don Diego Ruiz Azcona, prelado vasco que
fuera obispo de Pamplona y arzobispo de Burgos y ostentaba el cargo de
educador y formador de los Infantes de España. Por último y reflejadas en el
espejo están las figuras de Felipe IV y su segunda esposa, Mariana de Austria y
en la puerta del fondo cerrando la escena, el aposentador José Nieto.
Esta composición es
una mezcla entre la escena que el propio cuadro nos representa y lo que ocurre
delante del cuadro donde está el espectador que sería lo que Velázquez está
pintando en ese gran lienzo que vemos montado en el bastidor a la izquierda. Lo
más probable es que esté pintando a Felipe IV y a la reina Mariana que son los
bustos que se ven reflejados en el espejo y que serían las figuras que estarían
por tanto en la zona donde se encuentra el espectador. Vemos que Velázquez luce
la cruz de Santiago en su pecho, sin embargo no le fue concedida hasta 1659,
tres años después de pintar esta obra, por lo que se especula con que fue
pintada a posteriori por él mismo o como dice la leyenda, que pudo ser pintada
por el propio rey Felipe IV como reconocimiento a su labor.
Otro cuadro
considerado magistral es el de las Hilanderas o la Fábula
de Aracné, (1657) su nombre original era Fábrica de tapices y varias
mujeres hilando y devanando, este lienzo lo pintó por encargo del cortesano
Pedro de Arce.
Este cuadro es uno
de los máximos exponentes de la pintura barroca española. La composición parece
sacada de una representación teatral, en la que Velázquez divide la obra en
escenas sucesivas cuyos grupos han de “leerse” en un orden determinado, como si
fuesen páginas de un libro, colocando a los personajes en unos planos que
mediante un soberbio manejo del color y de la luz, conducen las miradas a la
parte central del lienzo.
Nos recuerda a
otras obras del pintor, un espacio central muy luminoso, sobre el fondo claro
del escenario superior y la oscuridad de la pared, resalta la luz y el color
del tapiz, donde las formas se insinúan en meras pinceladas esquemáticas de
gran soltura y fluidez, propias de la última época de Velázquez.
En primer plano
aparecen unas hilanderas ocupadas en la labor textil, a la izquierda, una mujer
ya anciana que hace girar la rueca conversa con otra que está de pie,
mientras que a la derecha, una joven devana junto a una ayudante. En el plano
del fondo, un tapiz es admirado por tres jóvenes elegantemente vestidas y de
cierta distinción, además una de ellas tiene un cierto parecido con la infanta,
por lo que se puede presuponer que se trata de una visita de la infanta María
Teresa y sus damas a la fábrica de tapices de Santa Isabel. Las
interpretaciones de estas dos últimas obras han originado multitud de estudios y
son consideradas dos obras maestras de la pintura europea.
El último encargo
que recibió del rey fue pintar cuatro pinturas mitológicas para el Salón de los
Espejos. De las cuatro obras, sólo se ha conservado Mercurio y Argos,
(1659) las otras tres resultaron destruidas en el incendio del Alcázar. Esta
pérdida es especialmente grave por el tema que trataban, alguna de las pinturas
incluían desnudos, un género poco común entre los pintores españoles de la
época. En la obra que estamos viendo, nos describe un pasaje mitológico narrado
por Ovidio en la Metamorfosis, en el que el pastor Argos queda adormecido por
la música de Mercurio, que como vemos va tocado con un sombrero alado, mientras
el pastor guardaba una ternera. Velázquez ha elegido el momento en el que Argos
está durmiendo y Mercurio se dispone a matarle, aunque más bien parecen dos
pastores descansando al no existir ninguna sensación de violencia en la
composición.
La técnica empleada
por el maestro no puede ser más suelta, con largas pinceladas que provocan que
cuando el espectador se aleja las formas adquieran por completo su grandeza.
Pero al acercarse, los toques de pincel son rapidísimos, contemplándose un
amasijo de manchas de luz y de color. Precisamente son estos dos conceptos los
que protagonizan el lienzo. El formato tan apaisado del lienzo viene motivado
por su colocación sobre dos ventanas, por lo que emplea una perspectiva muy
baja para mostrarnos la escena.
Velázquez de
acuerdo a la mentalidad de su época, deseaba alcanzar la nobleza y fue
propuesto para la Orden de Santiago en 1658. Se precisaba ser de ascendencia
noble, que no fuera ni judío ni converso y por ello, el Consejo de órdenes
Militares llevó a cabo una investigación sobre su linaje. Se tomó declaración a
148 testigos siendo rechazado al no encontrarse ascendencia noble en su abuela
paterna ni en sus abuelos maternos. En estas circunstancias, sólo la dispensa
del Papa podía lograr que Velázquez fuese admitido en la Orden. Por suerte,
Inocencio X apreciaba al pintor que tan certeramente le había retratado y fue
gracias a la dispensa papal que consiguiera ingresar en la orden de Santiago el
28 de noviembre de 1659.
En 1660 el rey y la
corte acompañaron a la infanta María Teresa a Fuenterrabía, cerca de la
frontera francesa, donde se encontró con su nuevo esposo Luís XIV. Velázquez
como aposentador real se encargó de preparar el alojamiento del séquito y de
decorar el pabellón donde se produjo el encuentro. El trabajo debió ser
agotador y a la vuelta enfermó de viruela, muriendo en Madrid el 6 de agosto de
1660. Su cuerpo fue amortajado con el uniforme de la orden de Santiago, que se
le había impuesto el año anterior y enterrado al día siguiente con todos los
honores de la Orden en la iglesia de San Juan Bautista. Su mujer, Juana Pacheco,
no pudiendo soportar su pérdida muere siete días después.
Conocido como
pintor de pintores, ha sido un auténtico genio de la Pintura y como tal se le
reconoce. Además de ser la personalidad artística más destacada de su tiempo,
Diego Velázquez es también la figura culminante del arte español. Considerado
además el máximo representante de la escuela barroca hispana. Su pintura rompió
con el clasicismo del siglo XVI.
Velázquez fue un
pintor poco prolífico, ya que dedicó buena parte de su vida a su provechosa
carrera en la Corte y se le atribuyen entre 110 y 120 obras. Marcó el siglo
XVII con su estilo naturalista, con su diestra diversidad de técnicas, con su
empleo de la luz y sus sutiles armonías de color. Son muchos quienes lo han
considerado el mejor pintor español de la historia. Su influencia sería inmensa
y prolongada, incluso los impresionistas del siglo XIX encontrarían en sus
obras motivo para el estudio y al cual aspirar.
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