La crisis económica
que vive la ciudad en 1650, no impide que los encargos continúen a buen ritmo, aunque
sería el clero el que demandaría un mayor número de pedidos, siendo uno de los
más importantes el enorme lienzo de (((*))) la Inmaculada
Concepción, conocida por la Colosal por su enorme tamaño, para situarla en el
arco triunfal de la iglesia de los Franciscanos. Cuando el artista presentó el
trabajo una vez terminado a los monjes, éstos no lo encontraron de su gusto ya
que la hallaron tosca y poco acabada, negándose a aceptarla. Murillo solicitó
permiso para colocar el lienzo en su lugar correspondiente y una vez situado en
el arco fue del total agrado para sus clientes.
La leyenda dice que
Murillo en ese momento se negó a separarse de la Inmaculada a menos que le
pagaran el doble de lo estipulado, aumento que fue admitido por los monjes sin
oposición. Desde ese momento la obra siempre estuvo colocada en su lugar
original hasta que en 1810 sería requisada por los franceses y depositada en el
Alcázar. Su enorme tamaño la salvó de ser trasladada a Francia, recordemos que
mide 436 x 297, por lo que en 1812 fue devuelta al convento donde permaneció
hasta la Desamortización de 1836.
Murillo muestra en
esta obra uno de sus primeros intentos por renovar la iconografía de la
Inmaculada, incluyendo el dinamismo y el movimiento característico del Barroco.
La Virgen se muestra en actitud triunfante, apoyando su pie derecho sobre la
luna y su rodilla izquierda en una nube sostenida por querubines. Viste amplia
túnica blanca y manto azul, siendo sus ropajes pesados y voluminosos aunque dan
muestras de movimiento, especialmente el manto, en sintonía con el pelo. Los
querubines que acompañan a la Virgen aún no gozan de la gracia de obras
posteriores.
La ubicación original
del lienzo, a elevada altura y a gran distancia del espectador, condicionó la
composición ya que Murillo tuvo en cuenta que la obra tenía que ser vista de
abajo a arriba y en oblicuo, consiguiendo un excelente resultado y demostrando
su gran capacidad para adaptarse a las necesidades de la clientela.
En este tiempo, la
devota sociedad española del Barroco, pide a los pintores un importante número
de imágenes de la Virgen María debido a que los protestantes estaban
cuestionando muchos dogmas relacionados con ella, como la virginidad o el haber
sido concebida sin pecado original. Esto provocó una inmensa devoción mariana
en nuestro país, paladín del catolicismo, frente a la impiedad de los
protestantes.
Por lo tanto, el
pintor aprovechó la enorme demanda de obras marianas para crear iconografías
personales. Una de ellas es (((*))) la Virgen del
Rosario, donde aparece María sentada con el niño en brazos, sosteniendo el
rosario con la mano derecha. Ambas figuras están recortadas sobre un fondo
neutro para dar un mayor efecto volumétrico, acentuado al llevar las piernas a
un lateral del cuadro.
Como podemos
apreciar, a pesar de estar juntos apenas se relacionan entre sí, ya que miran
hacia el espectador y sólo el abrazo entre ambos les pone en contacto, omitiendo
los juegos de miradas entre madre e hijo tan característicos. Los tonos que
emplea son bastante oscuros aunque intenta alegrar la gama cromática con el
rojo y el azul, símbolos de martirio y eternidad respectivamente. Aunque la
Virgen no fue martirizada, sí sufrió el martirio de su hijo siendo considerada
mártir psicológica.
La pincelada
empleada por el artista es algo más suelta que en el lienzo anterior y anticipa
el efecto vaporoso que pronto le convertiría en el primer pintor de su época.
Este año de 1650 es
muy fructífero en su producción, alternando su pintura entre lo Sagrado y lo
profano y costumbrista, como ya hemos visto.
En esta otra obra,
también de 1650, (((*))) la vieja
hilandera, se interpreta el dicho popular, poco gana la vieja hilando, pero
menos gana mirando, trasladándonos de esta manera al mundo de la alcahuetería,
sobre el que Murillo quiere llamar la atención con la anciana mirándonos
fijamente, con cierta curiosidad hacia el espectador y sin perderse un detalle
de los que tiene en frente, que en este momento somos nosotros mismos.
Vemos a la
hilandera con un gran nivel de detalle, portando entre sus manos la lana y el
ovillo hilado y como está iluminada por un potente foco de luz sobre un fondo
neutro de tal manera que no distraiga la atención y nuestra vista se sitúe en
la mirada penetrante de la hilandera.
En el mes de agosto de 1655 fueron colgadas en la Sacristía de la
Catedral las pinturas de (((*))) San Isidoro y San
Leandro que habían sido encargadas a Murillo por el canónigo y arcediano de
Carmona, don Juan Federigui. Los lienzos están colocados frente a frente y fueron pintados para ser
contemplados desde un punto de vista bajo por lo que destaca la pincelada
fluida y pastosa empleada por el maestro, sobre todo en la túnica y en la capa.
Vemos cómo aparece el Santo con una actitud serena y concentrada, sujetando de manera solemne el báculo de obispo con su mano derecha mientras que con la izquierda sostiene el libro que alude a su actividad de escritor de asuntos teológicos en la España visigoda. El santo patrono de la ciudad y Doctor de la Iglesia recorta su monumental figura ante un cortinaje oscuro que deja ver una columna y un celaje en la zona de la derecha, resultando una composición de gran belleza.
Vemos cómo aparece el Santo con una actitud serena y concentrada, sujetando de manera solemne el báculo de obispo con su mano derecha mientras que con la izquierda sostiene el libro que alude a su actividad de escritor de asuntos teológicos en la España visigoda. El santo patrono de la ciudad y Doctor de la Iglesia recorta su monumental figura ante un cortinaje oscuro que deja ver una columna y un celaje en la zona de la derecha, resultando una composición de gran belleza.
En cuanto a (((*))) San Leandro aparece
sentado, en un interior cerrado por un aparatoso cortinaje rojo. Viste de
blanco y lleva puesta la tiara y portando el báculo de obispo, sostiene en sus
manos un pergamino donde se lee una frase que recoge su defensa de la divinidad
de Cristo, negada por los arrianos. Su rostro dirige la mirada al espectador,
transmitiendo una sensación de energía y decisión similares a los que él empleó
para luchar contra la herejía arriana. La pincelada rápida y pastosa que emplea
en estos trabajos supone un paréntesis en su periodo tenebrista, a pesar de que
la luz utilizada crea cierta penumbra en el fondo.
En 1658 Murillo se
traslada a Madrid donde es muy probable que contactase con Velázquez, quien le enseñaría
las colecciones reales y donde tomaría contacto con la pintura europea. A
finales de ese año Murillo está de nuevo en Sevilla, apareciendo como vecino de
la parroquia de Santa Cruz donde permaneció hasta 1663. Los numerosos encargos
que recibía le permitían disfrutar de una saneada economía, complementando
estos ingresos con las rentas de sus propiedades urbanas en Sevilla y las que
su mujer tenía en el pueblo de Pilas.
Por aquel entonces
ya tenía tres aprendices en el taller y una esclava que colaboraba en las
tareas del hogar. El 11 de enero de 1660 funda una Academia de Dibujo en
Sevilla, en colaboración con Francisco de Herrera el Mozo, en lo que era la
antigua Lonja de mercaderes, lo que hoy es el Archivo de Indias. Los dos
artistas compartieron la presidencia durante el primer año de funcionamiento de
esta escuela en la que los aprendices y los artistas se reunían para estudiar y
dibujar del natural, para lo que se contrataron modelos.
La presidencia de
la Academia la abandonaría en 1663, siendo sustituido por Valdés Leal. Precisamente
ese año será cuando Murillo quede viudo al fallecer su esposa como consecuencia
del último parto, días después de haber dado a luz a una niña y así permaneció
hasta su muerte.
De los nueve hijos que
tuvieron, sólo sobrevivían en aquel momento cuatro, Francisca María, José,
Gabriel y Gaspar. Gabriel partió para América en 1677 y los tres restantes
siguieron la carrera religiosa, llegando a ser Gaspar canónigo de la Catedral.
Como ya se ha
comentado, las escenas costumbristas eran una de las especialidades de Murillo,
existiendo una amplia demanda de estos temas, especialmente entre los
comerciantes y banqueros flamencos que habitaban en Sevilla. En la década de
1660 pintaría esta obra (((*))) Anciana espulgando
a un niño. La composición como vemos, se desarrolla en un interior recortándose
las figuras sobre un fondo neutro e iluminadas por un potente foco de luz que
entra por la ventana.
El joven tumbado
sobre el suelo está comiendo pan y acaricia al perro mientras que la mujer
procede a quitarle las pulgas o los piojos de la cabeza. La anciana vemos que concentra
toda la atención en su tarea y ha abandonado sus útiles de hilado que aparecen
sobre la banqueta de la derecha. Al fondo podemos contemplar una mesa con una
jarra y un cántaro, lo que nos indica que se trata de una familia con escasos
recursos económicos pero que sobrevive humildemente.
Este detalle
también se puede apreciar en sus vestidos ya que no observamos jirones como ya
vimos en otras escenas, cómo por ejemplo en el cuadro de los niños comiendo melón
y uvas, el naturalismo con el que trata
Murillo la escena se aleja del empleado por Zurbarán años atrás, lo que indica
la evolución de su pintura hacia un estilo muy personal.
El maestro
introdujo a la Sevilla cotidiana y callejera de su tiempo en la pintura
española. En esta obra, convierte la anécdota vulgar en una excelente pintura
costumbrista. Es notable el sentido de la composición, el dibujo firme y
seguro, el cálido color. Quizás en estas escenas sevillanas se halle el mejor
Murillo, aquel que no abusa de la ternura dulzona, tan grata a su clientela, ni
el fácil sentimentalismo.
Si sus primeras
obras denotan una evidente influencia del Naturalismo tenebrista que tanto
éxito estaba cosechando en Sevilla por aquellas fechas, teniendo en Zurbarán a
su máximo representante, sería lógico pensar, que si pretendía obtener rápidos
triunfos, tendría que imponer un estilo propio que fuera admitido por el resto
de artistas de nuestra ciudad, así en esta (((*))) Adoración de los Pastores, podemos observar las siguientes
características formales que la sitúan como obra barroca, el foco de luz que se
irradia desde el Niño convirtiéndolo de esta manera en parte esencial de la
escena.
Esta luz crea una serie de claroscuros en los personajes de alrededor que acentúan el tono intimista de la obra. Otra característica es la naturalidad en los personajes, tanto por sus caras como por las ropas que utilizan, son pastores pobremente vestidos.
Esta luz crea una serie de claroscuros en los personajes de alrededor que acentúan el tono intimista de la obra. Otra característica es la naturalidad en los personajes, tanto por sus caras como por las ropas que utilizan, son pastores pobremente vestidos.
La utilización de
la perspectiva aérea hace que la atención vaya hacia el Niño y la composición a
base de diagonales da un cierto dramatismo a la acción. La obra nos representa
el Nacimiento de Cristo en un pesebre junto a su Madre y su padre putativo
representado como un anciano, haciendo hincapié en la virginidad de María y
rodeados por unos pastores, mujer, viejo, joven, niño, es decir está
representando todas las edades, todos los sexos, simbolizando que toda la humanidad
va a adorar el Nacimiento de Dios, que le adoran y traen presentes, la caridad
y el reconocimiento de la divinidad del nacido y unos animales, el buey, un
gallo y un cordero, como símbolo eucarístico de la razón de ser de este
Nacimiento. Todo ello se sitúa dentro de una construcción pobre con un fondo
neutro.
El realismo que caracteriza a las figuras tiene una clara muestra en los pies sucios de los pastores, mientras que la oveja recuerda el Agnus Dei de Zurbarán, Los tonos predominantes son los típicos del Naturalismo, marrones, blancos, sienas y pardos que contrastan con los rojos y azules intensos. La pincelada minuciosa del pintor muestra todo tipo de detalles, desde los pliegues de los paños hasta las briznas de paja del pesebre.
El realismo que caracteriza a las figuras tiene una clara muestra en los pies sucios de los pastores, mientras que la oveja recuerda el Agnus Dei de Zurbarán, Los tonos predominantes son los típicos del Naturalismo, marrones, blancos, sienas y pardos que contrastan con los rojos y azules intensos. La pincelada minuciosa del pintor muestra todo tipo de detalles, desde los pliegues de los paños hasta las briznas de paja del pesebre.
En 1664
Murillo lleva a cabo una obra para el Retablo del Convento de los Capuchinos (((*))) La Virgen de la Servilleta. La forma
de presentarnos a la
Virgen con el Niño, es cercana e intimista.
Influido por las corrientes tenebristas del barroco italiano, las figuras se muestran sobre fondo oscuro. Esta vez se trata de un fondo neutro, que no distraiga nuestra atención. La afabilidad y humildad con que son presentados los personajes hacen más entrañable esta pintura, visten de forma sencilla, su belleza es natural, no llevan el típico halo sagrado.
La comunicación con el espectador es uno de las cualidades más atrayentes de la obra. El espectador toma parte en el cuadro, la Virgen nos muestra al Niño y éste está como queriendo salir del propio cuadro y acompañarnos, vemos cómo su tierna mirada se para en nosotros. Las dos figuras aparecen recortadas sobre un fondo neutro y reciben un potente foco de luz procedente de la izquierda, consiguiendo de esta manera una mayor monumentalidad. La serenidad de la postura de la Virgen contrasta con el movimiento escorzado del Niño. Las tonalidades brillantes y vaporosas empleadas aportan mayor elegancia a la composición, destacando la belleza idealizada de María.
Existen dos leyendas sobre el origen de este cuadro, la primera es que uno de los hermanos del convento se dio cuenta un día de que faltaba una servilleta, apareciendo pocos días después con la imagen de la Virgen con el Niño pintada. Y la siguiente dice que Murillo atendió la petición de uno de los monjes para que le pintara una imagen de la Virgen y así rezarle en la intimidad. Ambas parece que son falsas ya que la pintura es sobre lienzo, aunque si pudiera tener algo de verisimilitud ya que lo que apareciera pintado en la servilleta, bien podría ser el simple boceto de lo que luego llegaría a pintar.
Cuando Francisco Pacheco dictó las normas iconográficas que habían de regir la pintura sevillana, consideró que la Virgen se debía pintar en la flor de su edad, de doce a trece años, hermosísima niña, nariz y boca perfectísima y rosadas mejillas, los bellísimos cabellos tendidos, de color de oro. Murillo siguiendo las normas del suegro de Velázquez pinta su (((*))) Inmaculada del Escorial, una de las más atractivas de su producción.
El rostro adolescente destaca por su belleza y los grandes ojos que dirigen su mirada hacia arriba. La figura muestra una línea ondulante que se remarca con las manos juntas a la altura del pecho y desplazadas hacia su izquierda. Los querubines que conforman su peana portan los atributos marianos, las azucenas como símbolo de pureza, las rosas de amor, la rama de olivo, como símbolo de paz y la palma representando el martirio.
Los ángeles, en este caso cuatro, aportan mayor dinamismo a la composición, creando una serie de diagonales paralelas con el manto de la Virgen que es de grandes proporciones. La sensación atmosférica que Murillo consigue y la rápida pincelada indican que la ejecución estaba entre 1660-65, pero debemos indicar que gracias al dibujo, la figura no pierde monumentalidad, definiendo claramente los contornos. Su nombre viene dado por el lugar en el que estaba registrada, la Casita del Príncipe de El Escorial en 1788.
Murillo seguidor fiel de las sugerencias de Pacheco, pinta también otra de sus Inmaculadas mas celebradas, (((*))) La Inmaculada Concepción que actualmente se encuentra en el Museo del Prado, pintada entre 1665 y 1670, tomando como modelo a una niña jovencísima cuya original belleza, envuelve toda la imagen de una candorosa e inocente sensualidad.
Influido por las corrientes tenebristas del barroco italiano, las figuras se muestran sobre fondo oscuro. Esta vez se trata de un fondo neutro, que no distraiga nuestra atención. La afabilidad y humildad con que son presentados los personajes hacen más entrañable esta pintura, visten de forma sencilla, su belleza es natural, no llevan el típico halo sagrado.
La comunicación con el espectador es uno de las cualidades más atrayentes de la obra. El espectador toma parte en el cuadro, la Virgen nos muestra al Niño y éste está como queriendo salir del propio cuadro y acompañarnos, vemos cómo su tierna mirada se para en nosotros. Las dos figuras aparecen recortadas sobre un fondo neutro y reciben un potente foco de luz procedente de la izquierda, consiguiendo de esta manera una mayor monumentalidad. La serenidad de la postura de la Virgen contrasta con el movimiento escorzado del Niño. Las tonalidades brillantes y vaporosas empleadas aportan mayor elegancia a la composición, destacando la belleza idealizada de María.
Existen dos leyendas sobre el origen de este cuadro, la primera es que uno de los hermanos del convento se dio cuenta un día de que faltaba una servilleta, apareciendo pocos días después con la imagen de la Virgen con el Niño pintada. Y la siguiente dice que Murillo atendió la petición de uno de los monjes para que le pintara una imagen de la Virgen y así rezarle en la intimidad. Ambas parece que son falsas ya que la pintura es sobre lienzo, aunque si pudiera tener algo de verisimilitud ya que lo que apareciera pintado en la servilleta, bien podría ser el simple boceto de lo que luego llegaría a pintar.
Cuando Francisco Pacheco dictó las normas iconográficas que habían de regir la pintura sevillana, consideró que la Virgen se debía pintar en la flor de su edad, de doce a trece años, hermosísima niña, nariz y boca perfectísima y rosadas mejillas, los bellísimos cabellos tendidos, de color de oro. Murillo siguiendo las normas del suegro de Velázquez pinta su (((*))) Inmaculada del Escorial, una de las más atractivas de su producción.
El rostro adolescente destaca por su belleza y los grandes ojos que dirigen su mirada hacia arriba. La figura muestra una línea ondulante que se remarca con las manos juntas a la altura del pecho y desplazadas hacia su izquierda. Los querubines que conforman su peana portan los atributos marianos, las azucenas como símbolo de pureza, las rosas de amor, la rama de olivo, como símbolo de paz y la palma representando el martirio.
Los ángeles, en este caso cuatro, aportan mayor dinamismo a la composición, creando una serie de diagonales paralelas con el manto de la Virgen que es de grandes proporciones. La sensación atmosférica que Murillo consigue y la rápida pincelada indican que la ejecución estaba entre 1660-65, pero debemos indicar que gracias al dibujo, la figura no pierde monumentalidad, definiendo claramente los contornos. Su nombre viene dado por el lugar en el que estaba registrada, la Casita del Príncipe de El Escorial en 1788.
Murillo seguidor fiel de las sugerencias de Pacheco, pinta también otra de sus Inmaculadas mas celebradas, (((*))) La Inmaculada Concepción que actualmente se encuentra en el Museo del Prado, pintada entre 1665 y 1670, tomando como modelo a una niña jovencísima cuya original belleza, envuelve toda la imagen de una candorosa e inocente sensualidad.
Técnicamente el
cuadro nos muestra toda la sabiduría pictórica de Murillo, así el armonioso
equilibrio cromático de azul y blanco en la Virgen, refuerza simbólicamente su
inocencia y pureza, contrastando además ambos tonos con el dorado amarillento
del fondo que complementa los azules. La pincelada es vaporosa, sobre todo en
los cabellos de la Virgen, que de esta forma adquieren texturas de seda, pero
también en los ángeles y querubines que la acompañan, que disuelven así sus
formas entre el color. Sin olvidar el perfecto juego de luces y sombras, que
contribuyen al concepto del movimiento, y también a resaltar las formas y el
volumen delicado de la figura.
El sentimiento
cálido y el tono delicado de estas imágenes están pregonando ya la inmediata
llegada del Rococó, factor que también influiría en el prolongado prestigio del
pintor.
Continuará...
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